Entierros y funerales
Mientras fui niño no
podía ir a los entierros, ya que cogía o aire. Pero más tarde, en mi época de
estudiante, iba a todos los que me pillaban en Fornelos. Como les ayudaba poco
en las faenas del campo, en casa aprovechaban para mandarme, a pesar de no ser
muy frecuente enviar un representante de quince años. Además, debo decir que
creo que cumplía bien el cometido.
En dos ocasiones tuve que ir a Anllóns, localidad situada a más de catorce
kilómetros de distancia de Fornelos. Allí había nacido mi abuela materna y, como
es lógico, teníamos muchos familiares. Los viajes los hacía a caballo. Solía
acompañarme mi padrino (hermano y padrino de mi madre), hombre serio donde los
hubiera. En uno de estos viajes recuerdo que nos llovió casi todo el camino.
Afortunadamente llevábamos el “encerado” (capa aderezada con cera) que nos libró
de la mojadura.
Las misas, ya fueran en los funerales o en aniversarios, solían estar
concelebradas por varios curas. El récord en un funeral, en la parroquia de Baio,
parece estar en cuarenta y uno. Muy lejos de los veinticuatro que dispuso mi
tatarabuelo José-María-Gabriel López Sánchez. El número de sacerdotes dependía
de la economía del difunto. Cuando en el año 1878 María Villar Paz (tatarabuela
de Blandina), hace testamento (la herencia era muy pequeña), dispuso:
“primero es que a mi entierro y honras asistan diez sacerdotes y todos diran
misa por mi alma...”
Esta cantidad es “sensiblemente inferior” a la que deja dispuesta Felipe IV en
1665. En su testamento dice que se digan 100.000 misas en todos los monasterios
de España (lo que no tengo claro es si en las 100.000, están incluidas las 12
diarias acordadas en unos donativos al Monasterio de El Escorial, durante cinco
aniversarios). Las misas tenían que ser: por su alma las necesarias, luego por
sus antepasados, por las benditas ánimas del purgatorio y por las almas de los
soldados muertos en campaña. Claro que como a todo hay quien gane, se dice que
un tal caballero García de Peralta mandó celebrar 340.000.
Era costumbre en Galicia que el día del entierro o de las misas de un familiar,
se diese de comer a los familiares y amigos. En muchas ocasiones esto era
justificable, ya que venían de lejos. Recuerdo una ocasión en la casa do
Arrieiro de Serantes, durante un aniversario, creo que de la madre de mi
madrina. Al finalizar el acto, después de ocho o diez misas antes del acto
final, todas ellas por el alma de la difunta, nos invitaron a comer a todos los
que no éramos del pueblo (aunque creo que también se apuntó alguno que sí lo
era) y a los curas, que serían por lo menos una docena. Según recuerdo comentar,
nos comimos dos carneros y no sé cuantos kilos de filetes de ternera. Estos
debieron ser para los curas, que estaban en habitación aparte encima de
nosotros, que ocupábamos la cocina y el comedor en la parte baja. Después de
comer el guiso de carne con patatas, pan y vino, nos trajeron un rosario, para
rezar por el alma de la difunta. Se lo dieron a un hombre de Dombate, creo que
se llamaba “o Mincacho”, pero el bueno del hombre que ya estaba bien comido y
bien servido, propuso rezar unos padrenuestros, cosa que fue aprobada por
unanimidad. Luego nos fuimos a dar una vuelta por Laxe, en plan turista, en el
autobús de Avelino de Perdiz, a quién también le pagaron los familiares del
difunto.
En otra ocasión, tendría yo sobre los dieciséis años, fui con mi hermano José Mª
(que era relojero) a la feria de Baiñas. Era domingo, y estaba yo en la puerta
de la chabola, cuando oí unos llantos de varias mujeres de luto (esto del luto
era corriente). Pregunté a mi hermano que podía ser lo que pasaba. Un cliente
que era vecino del pueblo respondió:
-“Son a muller e familiares de “fulano”, que se enterrou o domingo pasado”
(es la mujer y familiares de “fulano”, que se le enterró el pasado domingo)
Caminaban en dirección al cementerio, cumpliendo así su rito de “plañideras”.
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