La Santa Compaña
Siendo niño era muy
frecuente oír hablar de la Santa Compaña y de otras creencias y supersticiones
sobre la vida de ultratumba, que poblaron de misterios los atrios, encrucijadas
y caminos. La Santa Compaña consistía en una procesión vagabunda de las almas
del purgatorio. El grupo iba encabezado por una cruz, seguida del estandarte, el
cubo del agua bendita y el hisopo, la campanilla y, por último, el resto de los
difuntos, cada uno con su vela. Si pasaban por cerca de un mortal, le entregaban
una vela y se tenía que incorporar al grupo, siendo obligación de todo mortal
guardar riguroso secreto. La hora de salida era a las doce en punto de la noche
(hora solar), cualquier día excepto el domingo; los meses preferidos: los
lluviosos y cerrados de niebla; y como lugares favoritos los de por sí
tenebrosos, esto es, bosques o arboledas. No eran las de la Santa Compaña las
únicas ánimas en pena. Las había también solitarias, que buscaban encuentros con
los mortales para pedirles misas con el fin de redimir sus culpas.
A pesar de ser secreto, todo el mundo tenía sus experiencias o conocía las de
los vecinos. La mía pudo, o no, haber sido propia de la Santa Compaña, pero el
ambiente resultaba desde luego bastante propicio. Corría el mes de septiembre de
1957, cuando fui a pasar un fin de semana con mis padres. Llegué a Baio de
noche, no se veía nada con la niebla y no tenía luz alguna (de poco me valdría
haberla tenido) y me puse a caminar los tres kilómetros hasta Fornelos. Al ir
caminando me pareció oír murmullos pero no le di mayor importancia. Pasé por
delante del cementerio, con mucho respeto y algo de miedo. Más adelante, de
nuevo, los murmullos. Paré para escuchar y me pareció que alguien rezaba. Sabía
que faltaba mucho para las doce y no podía ser la Santa Compaña, salvo que
hubiesen adelantado la hora de salida... Caminé otro poco y, efectivamente, se
oía rezar y que eran muchos. Intenté oír la campanilla, pero no sonaba. Ver...
no veía nada y, ¿por qué no decirlo? el miedo se había apoderado de mí. De
repente oí cantar el avemaría en voz muy alta. Dudé si venían hacia mí o si
íbamos en la misma dirección. ¿Retroceder?... era tarde. Decidí entonces alargar
el paso, a ver si pasaba antes de que salieran a la carretera por el camino de
Cadeiras. Presentía que ya estaban en la carretera y que ya les tenía cerca. De
repente, delante mía, veo una persona que cerraba filas. Reconocí a Matilde da
Vidala porque cojeaba de ambas piernas, pero que yo supiera seguía viva. Le
pregunté qué pasaba. Me respondió que llevaban la imagen de la Virgen para la
casa de Niquinoque. No me aclaró mucho pero al menos supe que estaba entre
vivos.
El caso era que El Vaticano había dado la orden de que en todas las parroquias
se celebrara una Santa Misión. Durante el fin de semana asistí a la Santa
Misión. En Baio predicaron dos padres Jesuitas. Por cierto que uno de ellos
(creo recordar que se llamaba Gabriel) antes de empezar el sermón cogía un
crucifijo grande con ambas manos, mandaba apagar las luces y con el resplandor
de las velas decía unas frases de reflexión. Luego durante el sermón daba unos
gritos que hacían temblar las piedras y decía cosas que hoy serían irrepetibles.
Al finalizar el acto se cogía un estandarte y una imagen de la Virgen en andas
hacia Fornelos y otra igualmente hacia Baio. Durante el camino se rezaba y
cantaba todo el trayecto. Al día siguiente al amanecer se retornaba con la
imagen a la iglesia.
En fin, que posiblemente yo no me encontrara realmente con la Santa Compaña,
pero que al igual que ocurre con las meigas ... “habelas hainas”. O, al menos,
eso creíamos todos.
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