Una noche de velatorio
La primera vez que fui
a un velatorio debía tener yo unos diez años. Corrían los años cincuenta y
todavía vivíamos en O Lugar, en la casa donde nací. El sacristán de Borneiro,
tocando su campana a morte, nos adelantaba que alguien había fallecido, pero
tuvieron que ser los vecinos quienes nos comunicasen que ese alguien era de la
casa de Crisante, la cual nos pagaba rentas por unas fincas que les teníamos
arrendadas. Por cierto, jamás olvidaré el animal sobre el que nos traían los
sacos de trigo de la renta. Aunque tenía menos carnes que una cabra, se trataba
de una yegua; una yegua de piel blanca con pintas marrones tan pequeñas y bien
repartidas que parecía una sábana salpicada de barro, debajo de la cual se
podían contar los huesos del mal alimentado animal. A eso de las siete de la
tarde mi padre se preparó para salir. Mi madre, que procuraba que él no saliese
solo (especialmente por la noche) debido a la enfermedad que padecía, siempre
buscaba a alguno de los hijos para que le acompañase, y yo me las arreglaba para
estar por allí en esas ocasiones, con cara de no hacer nada y ganas de ir a
cualquier parte con mi padre. Y como no hay dos sin tres, en la puerta de la
casa reclutamos a “Pistolo”, el perro de la casa, que tampoco tenía cara de
estar haciendo algo más importante.
Y allá nos fuimos, con los zuecos, unas viejas polainas de juncos, el farol de
aceite y un paraguas para los tres. Como ir por la carretera implicaba dar un
largo rodeo decidimos atajar por una intrincada serie de senderos que, más que
prometer “sangre, sudor y lágrimas” como diría Churchill, aseguraban piedras,
agua y barro hasta las orejas. Afortunadamente para mí, mi padre iba delante con
el farol con lo cual me iba avisando de los charcos que veía, por el reflejo de
la luz, y de los que no veía, pero sentía, en los pies. En ocasiones era mejor
dejar el camino e ir haciendo malabarismos por los ribazos, con lo cual de paso
nos evitábamos las piedras que por cientos convertían el barrizal en una trampa
continua que nos obligaba a caminar como si estuviésemos pisando uvas.
En aquella noche de perros todos nos encontrábamos incómodos, incluso el mismo “Pistolo”.
Por fin llegamos a la casa en cuestión, en cuya puerta, y a la tenue luz de un
candil de “gas” (líquido obtenido del carbón), un hijo de la difunta hacía
astillas todo lo que de madera llegaba a su alcance.
-“Pase señor Francisco, pase”, nos dijo. “Pase vostede que eu estou facendo
rachas para a noite que vai ser moi longa”
(Pase usted que yo estoy haciendo leña para la noche, que va a ser muy larga)
Y entramos. Realmente fuera, a pesar de ser noche cerrada, se veía mejor que
dentro, y desde luego se respiraba mucho mejor. Alguien había echado ramas de
pino verde al fuego y aquello era una humareda inmensa. Bien dice el refrán:
“xente nova e leña verde, todo e fume” (gente joven y leña verde, todo es humo).
Además la casa era muy vieja y ni siquiera tenía chimenea, con lo cual el humo
tenía que filtrarse por entre las tejas, o a través de cristales rotos o la
puerta entreabierta. La planta baja estaba ocupada en primer lugar por pequeñas
estancias, a derecha e izquierda, para los cerdos y crías de los animales. Al
fondo a la izquierda estaban las vacas sujetas a la pared y a la derecha, sin
ninguna separación, la cocina. Todo el suelo, hasta llegar a la cocina, estaba
tapizado por estrume (una homogénea mezcla de tojos, paja y helechos), lo cual,
junto con los animales y el humo, llenaban la estancia de un peculiar “aroma”.
El piso de la cocina era de arcilla compactada. De la misma forma que ahora la
calefacción en las casas se coloca por debajo del suelo, entonces los
dormitorios estaban situados sobre las cuadras, lo cual proporcionaba un
agradable calorcillo. Encima de la cocina no había nada; simplemente se veían
las vigas, de las que colgaban infinidad de cachivaches. Las paredes estaban sin
pintar, pero en la parte baja de las mismas, hasta la altura a la que se rozaban
con la ropa, las manos etc., lucían un color humo entre brillante y grasiento,
que se volvía más pardusco y difuminado en el resto.
Después de saludar a los que allí estaban, subimos a las habitaciones superiores
por la escalera que partía justo de la lareira (hogar), y entramos en la
habitación dónde se celebraba el velatorio. A la escasa luz de dos velas se
amontonaba una gran cantidad de gente. Afortunadamente alguien había tenido la
buena idea de apuntalar el piso con unos troncos, pues de lo contrario habríamos
acabado todos sobre los animales.
Al poco de llegar, rezaron uno de los muchos rosarios que continuamente se
rezaban durante la noche. Yo me acomodé como pude contra una pared y traté de
seguir el rosario. Cuando se apagaron los murmullos de las últimas oraciones se
hizo un gran silencio, pero de repente un grito rasgó la habitación. Era uno de
los familiares de la difunta que, con grandes ayes y lamentaciones, expresaban
su pesar por la muerte de esta. Luego me di cuenta de que era lo propio de un
velatorio: por cada rosario que se rezaba, los familiares y amigos gritaban y se
lamentaban; pero mi corazón con mis diez años y siendo la primera vez que veía y
oía algo similar, latía en mi pecho como queriendo salir de él. El siguiente
rosario lo rezó mi padre, como era su costumbre en actos semejantes, al que
siguió el consabido coro de lamentaciones que ya me pillaron sobre aviso.
Cuando acabó nos encontramos a “o Xaquino da Fontebría”, hombre que por cada
palabra del diccionario añadía dos o tres tacos y blasfemias de su repertorio.
Cogió del hombro a mi padre, quedó unos segundos mirando desde lo alto de la
escalera el mare mágnum de gente y humo que se veía abajo en la cocina, y a voz
en cuello gritó:
-“Arre carallo !... en Deus... a Virxe Bendita se isto non é o máis parecido que
vin a unha estación do tren”
(...que me aspen si esto no es lo más parecido a una estación de tren)
Mientras unos se reían y otros hacían cruces por la falta de respeto al acto, mi
padre y yo salimos de la casa. La noche había despejado y había luna llena con
lo cual la vuelta a casa la hicimos mucho mejor, aunque en mis oídos aún
resonaban los gritos y lamentaciones que oí en la noche de mi primer velatorio.
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