De lo personal y lo familiar

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Mis andanzas en la aldea

 

Mi ilusión de niño era andar con el ganado, bien fuera como pastor o bien dirigiéndolo en las faenas del campo. A mis siete años llevaba a los pinares cuatro o cinco vacas, la yegua y entre una y cuatro ovejas. Durante el recorrido la yegua me servía de transporte. Al llegar a la finca tenía que trabarle las patas a las ovejas y a alguna vaca le trababa una pata a la cabeza. A la yegua se lo hacía si me dejaba, ya que tenía más fuerza que yo; de lo contrario la ataba a un pino y al cabo de un rato lo intentaba de nuevo. Mientras el ganado pastaba, con la ayuda de unas ramas y unos helechos me hacía una cabaña, la cual me servía como juguete y como refugio. Luego, cortaba unos palos con una hoz y les ponía tutores a los pinos pequeños. Llevaba también un saco de cáñamo (de los que venían con cemento), que me servía de silla de montar. Más tarde, cuando ya tenía ocho o nueve años, lo llenaba de piñas y se las vendía a “o Ferreiro” para hacer carbón para la fragua. Creo que me daba dos pesetas por cada saco. En invierno llevaba un abrigo viejo que había enviado un hermano de mi padre de Buenos Aires. Mi hermana Consuelo le cortó las mangas por la mitad y un poco por abajo. Sólo quedaba así el defecto del ancho, donde cabríamos bien media docena como yo. También llevaba cerillas para hacer fuego. Pasaba en el monte a lo mejor de tres a cinco horas y, la mayoría de las veces, solo.

 

Para saber la hora, y a falta de reloj, utilizaba un sistema bastante rudimentario. Este consistía en pisar mi propia sombra. Recuerdo que si pisaba la sombra de mi cabeza dando un paso normal, era la una (las doce hora solar). Este reloj tenía la gran ventaja de que se podía “adelantar” o “retrasar” según las ganas que tuviese de volver a casa, y la desventaja de que no funcionaba los días nublados. En estas ocasiones supongo que el horario me lo marcaría el estómago o la puesta del sol. Cuando las fincas no tenían fruto, en ocasiones, al salir de la escuela al mediodía, tenía que ir directamente a cuidar de las vacas llevándolas a pastar sujetas por cuerdas. Más tarde me traían la pota con el caldo más o menos caliente y un poco de broa (pan de maíz) y cuando daba la hora, de nuevo a la escuela.

 

A esta edad de seis y siete años, cuando estábamos faenando en el campo, me mandaban ir a buscar el carro tirado por los bueyes. Muchas veces ya dejaban el yugo puesto en el carro y sólo tenía que acoplar los bueyes, alguno de los cuales tenían unos cuernos que levantaban más que yo. En otras ocasiones debía ingeniármelas para ponerlo, colocando el yugo de pie, sujetándolo a un buey y, con la ayuda de éste como punto de apoyo, ponérselo al otro, ya que yo solo no podía con el yugo. A veces, para que el animal bajase la cabeza y colocarle así mejor el yugo, le tiraba una berza al suelo, y cuando se agachaba a comerla se lo colocaba. Ya con el yugo puesto y acoplado al carro, le echaba la cuerda encima de las astas, me subía al carro y con la ayuda de una vara los conducía hasta la finca. Si durante el recorrido salía a la carretera, y venía un coche, me bajaba del carro para coger los bueyes mientras el conductor paraba o pasaba despacio. Con las vacas pasaba lo mismo, pero era muy fácil que se asustaran o, si se les dirigía mal, se echaran a correr y en las curvas el carro subiese por el valado (muro) y volcara. Esto me pasó muchas veces, y si me daba tiempo saltaba, de lo contrario iba a parar a donde me enviaba el carro. Citaré un par de casos.
En una ocasión iba con mis dos hermanos menores (Amparo y Serafín) para Roxo. Nosotros sabíamos que al llegar a una curva teníamos que golpear un poco con la vara a la vaca que iba por la parte interior, para tomar la curva más abierta. No sé bien lo que hicimos, pero aparecimos los tres entre zarzales. En otra ocasión iba yo solo y al bajar la cuesta del Bao las vacas se desbocaron y me fue imposible apearme. Al llegar a la casa de Xaquín una rueda subió por una piedra muy grande que hay a la entrada del camino y el carro quedó con las dos ruedas para arriba, cosa muy peligrosa y rara. Normalmente el carro quedaba en posición lateral, pues la chavella (madera que junto o loro sujeta el yugo al carro) le impedía dar la vuelta completa. En este caso que comento, en el momento del golpe, la chavella había salido por los aires. En otra ocasión también me caí de un carro, pero en este caso fue por quedarme dormido. Fue una vez que fui con mi padre a buscar un carro de barro para construir el molino de la Viña. A la vuelta me senté encima del barro. El ruido del carro y el movimiento lento me adormilaba, pero como no tenía donde sujetarme permanecía más o menos despierto. La cosa fue yendo bien hasta llegar a Tras da Senra, donde al pasar por el arroyo me caí donde más agua había. Era invierno y hacía frío. Mi padre me retiró alguna ropa y me dio su chaqueta. Gracias a Dios no caí delante de la rueda ni cogí una pulmonía.

 

En mi niñez y durante el mes de julio, hacíamos otro trabajillo, que consistía en recoger el caruncho (cornezuelo del centeno), uno a uno de la espiga. Con este trabajo se limpiaba parcialmente el centeno antes de la trilla y, al mismo tiempo, conseguíamos que mi madre nos trajera como recompensa unas rosquillas o unos calcetines de la feria. Allí ella lo vendía para la obtención de productos farmacéuticos. Lo que nadie podía suponer era que años más tarde, este parásito del centeno sería muy conocido por ser la materia prima de la droga L.S.D. Lo que sí se sabía era que la harina de centeno que tuviese mucho caruncho, tenía propiedades nocivas.

 

Capítulo aparte merecen mis andanzas con la besta (yegua). Nacimos el mismo año, “fóra a alma” (siempre que se hablaba de una persona y un animal se exceptuaba el alma) y estuvo en casa hasta que cumplió los veinticinco. Sabía este endemoniado animal perfectamente con quien andaba; si quien la llevaba era mujer, niño u hombre. Por ejemplo, si la llevaba mi madre o yo, con menos de doce años (aunque ya había empezado a montarla a los cinco), se asustaba en cuanto pasaba un coche, con el peligro de tirarnos, mientras que si la llevaba mi padre o mis hermanos mayores ni se inmutaba. Igual pasaba cuando le intentaba trabar las patas. Había que tener especial cuidado con las traseras pues rápidamente me lanzaba una coz. También ponerle el bozal suponía serias dificultades. Mal lo pasé cuando tuvo una cría (en esta época era más brava todavía) pues una vez me cogió por la ropa del pecho y me envió a dos o tres metros de distancia. El pobre animal se llevó buenos palos, debido a su comportamiento.

 

De niño, cuando tenía que hacer algún viaje, la que se sabía el camino era la yegua. En casa me explicaban detenidamente el recorrido y me decían como tenía que hacer en los primeros cruces de caminos, a la salida de la aldea. Lo malo era que (como ya dije) la yegua se las sabía todas y antes de llegar al cruce echaba a correr e iba por donde ella quería, no habiendo manera de convencerla para que diera la vuelta. Más de una vez no tuve otro remedio que bajarme del animal, volver andando al cruce, coger el camino que yo quería, y una vez andados unos metros, montar de nuevo. La primera vez que fui a llevar grano a los molinos del Mosquetín, no debía tener más de los seis años. En casa llenaron los aserones con dos sacos, pusieron otro medio lleno cruzado encima, y a mí arriba de todo. Se suponía que cuando llegase al molino alguien me ayudaría a bajar de allí. Cuando iba por el camino llevaba todo el miedo del mundo conmigo. Al llegar, la yegua se metió directamente en una cuadra. Intenté sacarla pero fue imposible; grité para que me ayudasen y nadie me oyó. Al final no tuve más remedio que arrastrarme y dejarme caer descolgándome por la cola.

 

Las caídas más importantes se produjeron cuando yo tenía diez o doce años en el momento de ir a montar. La cuestión es que entre los chavales era costumbre montar al estilo indio, es decir, ir corriendo, subirse de un salto a lomos del animal y salir a galope tendido. El problema era que muchas veces ella salía corriendo sin darme tiempo a incorporarme y como consecuencia daba con mis huesos en el suelo. El golpe más grande fue un 23 de julio cuando al salir corriendo del monte de Roxo puso la pata delantera en un agujero y nos fuimos los dos al suelo. Ella se quedó tirada en la carretera y yo fui dando botes por la misma hasta empotrarme en los zarzales del lado opuesto. Ella sangraba de un golpe en la cabeza y en las dos rodillas; yo por infinidad de sitios. Mi padre creyó que había que sacrificarla, pero no fue necesario y se recuperó. A pesar de que me dolía hasta el cielo del paladar, de que iba pintado como un indio de tintura de yodo y lleno de tiras de esparadrapo, me marché al día siguiente para Santiago a pasar las vísperas del Apóstol, y al día siguiente a Caldas a tomar las aguas termales, tal y como tenía planeado, pensando, eso sí, en lo bestia que era mi besta.