Romerías: O Carme do
Briño
A las romerías se iba
por promesa religiosa (por la mañana) o a la fiesta profana (por la tarde).
También se podía ir todo el día, y entonces se iba de merenda. Cuando éramos muy
niños, íbamos a las romerías (a festa) de Riva do Bao y luego a la de San
Cristóbal en Baio, pero la que nos hacía más ilusión era la del Carmen del Briño.
A la entrada de la carballeira se instalaban las vendedoras de rosquillas con
sus grandes cestas. Durante la mañana, un grupo de gaiteiros ataviados con el
traje regional, tocaban sus instrumentos a lo largo y ancho de la carballeira.
Al mismo tiempo se celebraban varias misas, y a la una o una y media la misa
solemne, que era cantada por varios curas y concelebrada por tres. Después del
evangelio, un fraile se subía a un púlpito portátil y a la sombra de un roble
pronunciaba un largo sermón. Seguidamente se subastaban os banzos (andas) para
llevar a la Virgen en procesión. También se subastaba entre los devotos, la
organización de las fiestas del año siguiente, que incluían los gastos
religiosos y toda la pólvora que se consumía durante el día (el despliegue
pirotécnico al final de la misa solemne era atronador) así como los fuegos de
artificio de la noche. Incluso había veces en que, por destacar de los demás,
alguien se comprometía a pagar también la orquesta y los gaiteiros. El pago al
cura de los gastos religiosos se hacía en libras de cera (equivalentes a una
considerable cantidad en pesetas). Los músicos y pirotécnicos cobraban
religiosamente, pero en dinero contante y sonante.
Después de la procesión, había unos bailes amenizados por una banda de música y
por una gran orquesta, la mejor de Galicia, y a continuación la “rueda de
fuego”. Se trataba de ruedas de fuegos artificiales. Había una después de la
misa, a las dos o tres de la tarde, y otra a las doce de la noche. La de los
niños (por la mañana), a parte de dar vueltas y desprender luces, llevaba en el
centro una caricatura de un hombre y de una mujer vestidos con papeles de
colores y una rueda de afilar o un yunque y un martillo. Al final empezaba a dar
vueltas y los dos muñecos se movían imitando como que afilaban una hoz o
golpeaban sobre el yunque. Terminaba cuando ardía y estallaba todo por los
aires.
Y por fin, a eso de las tres y media, nos íbamos a comer, bien sea a la casa de
algún pariente o amigo como festeiro, a la merenda o cada uno a su casa. Lo que
más nos gustaba era llevar la comida y comer en la carballeira o en los prados.
Al finalizar la comida, se cantaba y bailaba hasta el anochecer.
Por la tarde era obligado dar una vuelta por la carballeira, donde los gitanos y
quinquis instalaban las quinquilladas y todo tipo de juegos: mazos para probar
la fuerza (se consideraba ganador el que conseguía hacer estallar el petardo de
la pieza elevada), barracas de tiro al blanco (ya fuera con escopetas de aire
comprimido o con pelotas de trapo), las barcas, los caballitos (impulsados por
los niños que no tenían con que pagar su viaje y que como recompensa se les
dejaba sentar sobre la plataforma), churrerías, tabernas, xogo do ratiño (los
conocidos trileros), tómbolas, etc.
En especial era muy famosa la “tómbola del conejillo de Indias”. Cuando iba a un
santuario o a una romería, siempre le pedía a mis padres una o dos pesetas para
jugar en la misma. Estas tómbolas eran circulares y, en el centro, debajo de una
cesta, tenían un conejo de Indias, que era el encargado de dar el premio. Una
vez vendidas todas las rifas, se levantaba la cesta por medio de una pequeña
polea y el conejo se escondía en uno de los 99 (creo que ese era el número)
cajones que había numerados en la plataforma circular. El número del cajón donde
se escondía el conejo era el ganador (puede que éste sea el origen de el
conocido dicho del “conejo de la suerte”). Este animalito siempre me dio mucha
suerte y así me hice con varios cazos, jarras y objetos similares que
constituían los premios de este tipo de tómbolas.
También estaba a sorte do paxariño. Esta consistía en unos pajarillos
amaestrados (canarios o jilgueros), a los cuales la dueña le abría la puerta de
la jaula, para que con el pico extrajeran de una cajita un papelito impreso con
la suerte del cliente.
Se podía asistir luego a “El teatro de Barriga Verde”. El teatro costaba una
peseta la entrada y realmente se trataba más de un pequeño circo que de una
representación teatral. La función duraba menos de media hora, en el interior de
una barraca con toldo, donde ni siquiera había asientos para el público.
Unicamente tenía un pequeño escenario. El número principal era el de pasar por
un aro de un metro de diámetro mientras se balanceaba sobre un rodillo. En la
última escena moría Barriga Verde y decía:
- “Morreu Barriga Verde, acabouse a pesetiña”
Al atardecer se iba a pagar la cuota de la cofradía y a besar la Virgen. Y al
anochecer empezaba el baile. En el descanso, a eso de las once y media o doce,
se celebraba el sorteo de una rifa por la comisión de fiestas que llegó a ser
muy famosa, ya que el premio consistía en una ternera. Luego los fuegos
artificiales y la rueda de fuego. Por último, continuaba el baile hasta las dos
o tres de la madrugada.
Los niños, si íbamos por la mañana, lo más seguro es que no fuésemos por la
tarde. Si nos llevaban por la tarde, al terminar los fuegos regresábamos a casa
acompañados de los padres, todos en filas que casi llegaban a Fornelos, ya que
todo el trayecto era por senderos por donde no podían ir dos a la par, la mayor
parte por sembrados de maíz y por supuesto sin ningún tipo de luz.
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