La
vida en la aldea
En mi niñez recuerdo oír comentar que en Fornelos no había
pobres (se consideraba pobre al mendigo). Realmente lo que no había en
esa época era ricos. Aunque sí hubo tres casas importantes, hasta
mediados del siglo pasado: las dos ya citadas anteriormente (López y
Lema) y la de Suárez.
Como en casi todas las aldeas de Galicia, las casas solían autoabastecerse
de alimentos (y de muchas más cosas), y quien más quien menos
tenía donde plantar unas coles para tener con qué hacer el caldo,
aunque a veces éste sólo llevara berzas y patatas. Casi todos
los vecinos criaban también al menos un cerdo para tener carne salada
y el preciado unto con que acompañar a las berzas, las patatas y las
alubias. El caldo y la broa eran las dos comidas básicas. Con ello era
suficiente para no pasar hambre, pero aún así había casas
en las que estos escaseaban.
La excepción se hacía con los enfermos y con las mujeres que acababan
de dar a luz. En mi casa, por ejemplo, el presupuesto para mi alimentación
debía ser superior que para el resto de los ocho miembros de la familia
juntos. Mi madre se esforzaba en cumplir todos mis caprichos, aunque su esfuerzo
fuera en vano, ya que yo no comía de nada. Mientras tanto mis hermanos,
sobre todo Amparo, esperaban a que algún filete, pollo o pieza de fruta
estuviesen a punto de pasarse para poder tomárselo ellos, o sencillamente
esperaban por lo que yo dejara sin comer en mi plato, que era la mayoría.
Las recién paridas, por su parte, eran "cebadas" de una manera
casi cruel durante la cuarentena. El desayuno se componía de sopas de
pan en chocolate con manteca de vaca. Debía estar lo suficientemente
espeso como para que la cuchara pudiera permanecer derecha en la taza. De vez
en cuando tomaban una copita de jerez "Sansón" o "Aníbal".
Las comidas se componían a base de mucho caldo de gallina, y la carne
de la propia gallina, acompañada de vino tinto. En las siete semanas
que duraba esta engroda debían tomar una ola (vasija de 16 litros)
de vino. La gran mayoría de estos alimentos, afortunadamente, eran regalados
por los compadres y amigos. Había una especie de competencia por ver
que vecina salía más gorda y más blanca de la cuarentena,
periodo en que normalmente,
no salía de casa y sólo era vista por familiares y amigos. El
período de mamar del niño variaba mucho de unos a otros. Muchas
veces la madre quedaba en estado al poco de nacer el niño y dejaba de
amamantarlo. Después de un período corto a base de leche de vaca,
se le daba yapas (gachas) hechas con harina de maíz o de trigo, sopas
de pan de maíz o de trigo y caldo, cuyas patatas eran masticadas primero
por la madre o por la abuela, antes de echárselas en la boca del niño.
Cuando empezaban a andar ya comían la misma comida de los mayores.
Se decía también que el hambre en Galicia entraba nadando, debido
a la cantidad de lluvia que caía. Evaristo de Cotelo me comentó
una vez que recordaba oír decir a "o Redondo" que en "o
ano da fame" (año del hambre), el cual debió ser a finales
del siglo pasado o quizá el terrible invierno de 1868-69, era tanta el
hambre que pasaba la gente, que no sólo se comía la berza, sino
también lo que quedaba de la planta, es decir, tallo y raíces,
y en ocasiones hasta cruda. A la vista de este problema el Ayuntamiento gestionó
con los señores de las Torres do Allo el que le dieran caldo gratis a
los vecinos. Tres kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, por el
monte del Castelo, caminaban los vecinos de Fornelos (supongo que los más
sanos), para poder hacer una comida al día.
Aunque en Fornelos no los hubiera, venían pobres de otros lugares a pedir
por las puertas, muchos descalzos, por las corredoiras llenas de fango.
Una vez en nuestra casa, recién cambiado el corral (lo que consistía
en sustituir o toxo que estaba pisado y podrido por otro recién
cortado), Lelo da Fontefría (eran varios hermanos deficientes mentales)
se acercó por encima de las bravas púas del tojo. Daba escalofríos
verle. Alguien le preguntó si no le pinchaban, y el bueno del hombre
dijo: "algo sí". Nuestra casa solía servir de posada
para muchas de estas gentes. Se les proporcionaba una cuerda para que fuesen
o palleiro y trajesen paja para hacerse la cama en el suelo. Luego se les daba
una taza de caldo y un poco de broa, y pagaban diciendo:
- "Moitas gracias, Deus llo pague pola alma dos seus defuntiños..."
En una
ocasión durmieron seis o siete jóvenes de Corme. Antes de acostarse
en casa les mandaron desgranar maíz en la debulladora. A mí
me mandaron vigilarles para que no quitaran mazorcas para sus
sacos particulares, pero me engañaron como a un chino y acabé
jugando con ellos. Tuvo que ser mi madre quien los cazase... En otra ocasión
coincidieron uno que era de la Puebla de Caramiñal y otro que conocíamos
como Manuel dos Patos, debido a la cantidad de piojos que tenía. Como
entre ellos se llevaban mal, Manuel se hizo la cama en un carro que había
en el cabanote (cobertizo). Cuando estaba durmiendo fuimos un grupo de
niños y sacamos el carro al centro del camino. Al despertarse y verse
de aquella guisa tuvimos que salir corriendo, y mi padre tuvo que ayudarle a
llevar la "cama" de nuevo a sitio cubierto.
Eran tiempos difíciles. La situación higiénica dejaba mucho
que desear. Cuando yo nací no había en la aldea ningún
cuarto de baño. Las necesidades fisiológicas se hacían
en las cuadras, que normalmente eran una estancia más de la casa, o en
la huerta. Para casos de emergencia estaba el socorrido orinal. Durante la semana
no se cambiaba prácticamente de ropa, con lo cual ésta iba acumulando
tierra hasta el domingo, cuando fácilmente podía sostenerse en
pie como una armadura. A diario se lavaba uno las manos y la cara. Los pies,
sólo de vez en cuando, a pesar de estar removiendo la tierra continuamente.
Los sábados tenía lugar la gran limpieza semanal, para lo cual
se cogía un balde, gran recipiente de madera donde se daba de
comer a las vacas la encaldada, se llevaba a la cuadra, y allí
se lavaba uno "por parroquias". La ropa se remendaba una y otra vez.
En algunos pantalones, difícilmente se podía ver cual era la tela
original. Mi primer pantalón largo lo "estrené" a los
11 ó 12 años. A uno viejo de color marrón, mi hermana Consuelo
le puso unas culeras y le suplementó las perneras con tela de mahón
(tela color azul). A pesar de todos los remiendos y colorines, esto supuso una
gran alegría para mí, ya que suponía el primer paso para
ser adulto. El calzado se componía de dos prendas distintas: os zocos
y los zapatos. Los zuecos se usaban a diario, mientras que los zapatos se
usaban el día de la fiesta del pueblo, y en algún que otro acontecimiento
muy especial. Normalmente se compraban muy flojos y los estrenaba el hermano
mayor, rellenándolos de algodones y papeles en las punteras. Cuando no
había manera de meter el pie dentro, pasaban al hermano siguiente.
Haciendo un poco de memoria creo que podría hacer el censo el ganado
caballar y vacuno del Fornelos de mi juventud. Muchos vecinos tenían
una o más yeguas, las cuales hacían el servicio de transporte
de frutos, personas y en algunas ocasiones de arrastre. A menudo se cruzaban
con burros, y las crías eran vendidas para Castilla en las distintas
ferias de ganado, y de manera especial la que se celebra en Santiago de Compostela
el 25 de julio, día del Apóstol. Había también cuatro
vecinos (uno de ellos mi padre) que tenían una yunta de bueyes. En cuanto
a vacas, la media por vecino debía de andar por las tres o cuatro, que
eran utilizadas tanto para trabajar como para obtener leche, y como fuente de
ingresos por la venta de las crías. En este animal era común la
propiedad "a ganancia". Esto consistía en que una persona
compraba la vaca y se la cedía a otra, quien la mantenía. Esta
a cambio obtenía el derecho de uso para las faenas del campo, la leche
y el cincuenta por ciento de las ganancias por la venta de las crías.
El dueño, además del otro cincuenta por ciento, tenía en
todo momento el derecho de venta de la misma.
Prueba de la importancia que tenía el ganado para los labradores es que,
en el año 1891, existía una hermandad que amparaba a los bueyes
y a las vacas, la cual agrupaba a noventa y dos vecinos de toda Soneira. La
documentación que se conserva, muy mal redactada, comienza con el número
72, y aun así cita socios de nueve aldeas, entre ellas Fornelos. En este
escrito figuran, entre otras, las siguientes normas:
"... en esta yrmandade dios quiera que a soseda pocas Muertes a los
relacionados... "
"... que alguno que tenga poco capital ce quiera poner en mucho... "
"... las vacas cuando bayan cansadas desponer de ellas... "
Firman el documento el 43% de los relacionados, cifra que aunque parece alta
no representa un porcentaje real, ya que los más desamparados, ni tenían
ganado ni sabían firmar. En la actualidad existe la "Cooperativa
Agrícola Riva do Bao". Lleva funcionando más de 30 años,
y durante este tiempo llegó a agrupar a cerca de 70 socios pertenecientes
a cinco parroquias limítrofes.
Lo bueno de ser pobre es que las crisis económicas no le afectan mucho
a uno. Es difícil estar peor de lo que se está. Esto fue lo que
ocurrió en Fornelos después de la guerra civil. Puede que durante
la misma todavía se notara algo porque se tenían familiares en
el frente, pero
después no hubo grandes cambios. Ni peor ni mejor. El único recuerdo
de la misma fue que después de terminar la guerra, y durante los primeros
años de la Segunda Guerra Mundial, hubo en La Cacharoza un destacamento
de soldados. Sólo recuerdo los pilares que había a la entrada
al campamento y los soldados que venían a Fornelos, con un carro tirado
por una mula a comprar víveres. En esta época era yo muy pequeño,
no tendría más de cuatro o cinco años, pero me acuerdo
del carro y de la mula pues nos llamaban mucho la atención al no ser
propios de la comarca.
Los que sí sintieron la posguerra fueron los fumadores. Por los años
40 el tabaco estaba racionado. El que fumaba tenía la "Cartilla
del fumador" y por medio de unos cupones iba a la expendeduría a
retirar su ración. Recuerdo en casa dos cartillas de racionamiento: la
"Tarjeta de abastecimiento" y la "Tarjeta del fumador".
La primera se implantó al finalizar la guerra y la segunda un año
después, o sea en 1940, y duraron hasta 1952. En la de víveres
había varias categorías que dependían del sexo, salud e
ingresos, de manera que el más humilde recibiera más productos.
En la del fumador también había más de una categoría,
y supongo que en ésta no influiría la salud, aunque a lo mejor...
cuanto más enfermo, más tabaco. Mi padre no era fumador, pero
se apuntó para recoger su ración y venderla de estraperlo, en
el mercado negro. El que no tenía cartilla o no le llegaba la "ración"
(bien sea de tabaco o alimentos) tenía que recurrir a este "mercado
secundario", cosa a la que se dedicaba con más o menos intensidad
todo el mundo. Cuando más tarde la "ración" no llegaba
para mis hermanos, Jesús plantaba tabaco de forma clandestina entre las
plantas de maíz en la huerta. Había quien a falta de tabaco fumaba
hojas de patata, barbas de maíz o simple papel.
Recuerdo un personaje llamado Manuel do Coxo, que llevaba sus bolsillos llenos
de cachivaches para tener con qué fumar un pitillo. Cuando lo conocí
ya era un hombre mayor y se dedicaba al pastoreo de cuatro vacas y una caballería
la cual nunca montaba para ir al pasto, sino que la llevaba siempre por las
riendas. Cambiaba con mucha frecuencia de caballería, compraba una especie
de Rocinante y cuando estaba más lucida la vendía. Pero a lo que
iba. Este hombre salía con las vacas por la carretera, sueltas. Si venía
un coche nadie tenía preferencia, por lo que cada cual pasaba cuando
podía. Manuel
sacaba su librillo de papelillos para liar tabaco, esos que hoy se usan para
otros menesteres, cogía uno y lo pegaba en el labio inferior. Luego cogía
su bolsita de tabaco y echaba un poco en la mano. Pasaba entonces la mano por
entre la oreja y la boina, y cogía un colilla que deshacía y añadía
al tabaco, liando seguidamente el pitillo. Si en medio de toda esta operación
la caballería tiraba de las riendas y se caía el tabaco, de nuevo
a empezar. Con el pitillo en los labios sacaba un seixo (piedra de cuarzo),
un eslabón y una mecha que podía tener una vara de largo (ochenta
y cinco centímetros aproximadamente) de los cuales los diez primeros
estaban dentro de una caña. Arrimaba la mecha al cuarzo y deslizaba el
eslabón con rapidez sobre este hasta que saltase una chispa que inflamase
la mecha, soplaba convenientemente la mecha y seguidamente le plantaba fuego
al pitillo. A falta de mecha, se quemaba un trozo de una camiseta de algodón,
y se metía la ceniza en una caña de 8 ó 10 centímetros
(en este caso, lo que se inflamaba era la ceniza). Una vez encendido el pitillo
sé tapaba con un carozo. En fin, que cuando Manuel había recorrido
los dos kilómetros desde la casa al pinar, se encontraba en el momento
óptimo de sentarse en una piedra y saborear su cigarro.
|